Powered By Blogger

sábado, 9 de junio de 2012


El manzano. 


                                               
El lunes, el cielo estaba de color azul primavera. Blancas nubes se desplazaban por encima.
Los árboles en el huerto estiraban sus ramas como queriendo hacer bajar las nubes.
El martes, las ramas tenían diminutas yemas.
El miércoles sopló un viento cálido.
Y las yemas eran más grandes y gruesas.
¿Y el jueves? Ese día, se abrieron las yemas. Ese día, el jardín floreció. Ese día, los árboles estaban envueltos en blancas nubes. También floreció el viejo manzano. Sus ramas estaban curvadas y torcidas. Su corteza era áspera y agrietada. Y su nube era de color rosa. Por el huerto, voló la primera mariposa.
“¡Pero bueno!”, exclamaron los árboles. “¡Todavía es demasiado pronto para mariposas! ¿De dónde vendrá?”
De mi, dijo el manzano. “Ha pasado el invierno conmigo. Plegada entre mi corteza.”
Los árboles protestaron. “¿Por qué se lo has permitido?” “¡Tú sabes que ponen huevos!” “¡Tú sabes que de los huevos salen orugas!” “¡Tú sabes que las orugas devoran nuestras hojas!”
Dos petirrojos llegaron volando al huerto. Volaban de aquí para allá, de un lado a otro.
“Estamos buscando alojamiento. Queremos construir un nido y tener hijos.”
“¡No conmigo!”, dijo el peral.
“¡Ese gorjeo y aleteo! ¡Esas cosas medio desnudas con los picos desencajados!”
“¡No conmigo!”, dijo el ciruelo. “¡Ese constante ruido! ¡Uno quiere tener su tranquilidad!”
“¡Y su orden!”, dijo el cerezo. “Se comen todas las cerezas. Embadurnan todas las hojas.”
Los petirrojos no sabían qué hacer. Volaban de aquí para allá, de un lado a otro.
“¡No os acerquéis a nosotros!”, gritaron los árboles. “¡Molestáis! ¡Haced vuestro nido en otra parte!”
“Pero, ¿dónde?”, preguntaron los petirrojos.
“Aquí, conmigo”, dijo el manzano.
Dos jilgueros llegaron volando al huerto.
“Estamos buscando alojamiento. Queremos construir un nido y tener hijos.”
“¡No aquí!”, exclamaron los árboles. “Aquí no hay sitio.”
“Pero aquí sí”, dijo el manzano. “Acercaos, cabecitas multicolores. Sois tan bonitos y divertidos.”
“¿Más divertidos que nosotros?”, preguntaron dos herrerillos que trinaban desde lo alto del seto.
“Tan divertidos como vosotros. ¡Haced vuestros nidos y poned en ellos vuestros huevos!”
“¿Y nuestros hijos pueden hacer ruido?”
“Pueden.”
“¿Y nuestros hijos pueden hacerlo desde el nido?”
“Pueden.”
“Entonces ahora mismo empezamos”, dijeron los petirrojos y los jilgueros y los herrerillos.
Los otros árboles se enfurecieron.
“¿Cómo puedes ser tan tonto?”, le increpó el peral.
“¿Tienes pájaros en la cabeza?”, preguntó el ciruelo.
“Naturalmente que los tiene”, dijo el cerezo.
“Cuando uno alquila a tres parejas de piantes, claro que los tiene.”
El manzano se echó a reír. “No hay nada de qué reírse”, regañaron los árboles. “Me río porque me hacen cosquillas. Alguien gatea entre mis raíces. Y precisamente ahí tengo muchas cosquillas.”
Un topo sacó su afilado hocico fuera de la tierra.
“¿Puedo construir mi casa aquí abajo?”
“Puedes.”
“¿Y no te molesta si excavo pasillos?”
“No me molesta.”
“¿Y una cueva para mis hijos?”
“Tampoco me molesta. Excava, amigo mío.
Por la noche, llegaron dos lirones al huerto. “Estamos buscando alojamiento. ¿Alguno de vosotros tiene libre un agujero en una gruesa rama?”
“¡Nosotros no!”, exclamaron los árboles.
“Pero yo sí”, dijo el manzano. “¿Cuántos hijos tenéis?”
“Seis o siete”, dijeron los lirones. “Nada del otro mundo. Comemos hojas secas, bayas, lombrices y caracoles. Nada del otro mundo.”
“¡Y, a veces, un huevo de pájaro!”, exclamaron dos erizos que vivían al otro lado, bajo el seto e iban paseando.
El manzano despertó a los pájaros. “¡Escuchad, pájaros! ¡Tenemos nuevos inquilinos en casa! Tened mucho cuidado con vuestros huevos. ¿Entendido?” Y a los lirones les dijo: “¡Escuchad, lirones! No me gusta nada que se roben huevos. En mi casa, no se permite que nadie haga daño a nadie. De lo contrario, podéis iros inmediatamente. ¿Entendido?”
Llegó el verano. De las ramas colgaban cerezas verdes y ciruelas verdes. Peras verdes y manzanas verdes. En los nidos, había huevos moteados. Los pájaros madre mantenían calientes los huevos. Los pájaros padre volaban de un lado a otro, de acá para allá. Traían comida para cada una de las madres.
El manzano estaba contento con los huevos. Estaba contento con las crías de topo entre sus raíces. Estaba contento con los siete pequeños lirones en el agujero de su rama.
Se alegraba cuando venía visita.
“¡Vaya un follón que tienes!”, dijo el pájaro carpintero y golpeó con el pico en la corteza. “¡Me gusta tu casa!” “¡Me gustaría vivir aquí, en tu casa!”, dijo el verderón.
Dos estorninos anidaban en el agujero más alto. Silbaban por las mañanas, gorjeaban por la tarde, cantaban durante todo el día.
“Me alegro cuando cantáis”, dijo el manzano. “¿Qué tal van vuestros huevos?” “Pronto estarán listos.” De los huevos salieron pequeños estorninos. Medio desnudos, abrían los picos, piaban y hacían ruido.
“¡Ya lo tenemos!”, protestó el peral. “¡Qué ruido!”, protestó el ciruelo.
“¡No hay quien lo soporte!”, protestó el cerezo.
En todos los nidos, había crías de pájaro medio desnudas. Abrían sus picos de par en par, piaban y metían ruido.
El manzano estaba contento con las crías de pájaro. Y cuando les salieron plumas y aprendieron a volar, se alegró todavía más. Solamente dejaba de estar contento cuando las crías se enfadaban entre ellas.
“¡Esta es nuestra rama!”, silbaban los jóvenes estorninos y querían echar a los otros.
“¡No, es nuestra!”, trinaban las crías de jilguero.
“¡Nosotros fuimos los primeros!”, gorjeaban las crías de petirrojo.
“¡Pero nosotros somos más grandes!”, silbaban los estorninos.
“¡Sois malos!”, piaban las crías de herrerillo.
“¡Silencio!”, exclamaba el manzano. “¿Queréis hacer el favor de cerrar vuestros picos? Hay suficientes ramas. Aquí hay sitio para todos. ¿Entendido?” Las crías se empujaban y apretaban. Se peleaban y discutían. Piaban y probaban sus alas.
Y cuando, por fin, se iban a dormir, entonces despertaban los animales de la noche. Los topos salían de la tierra. Cada uno de su montículo.
Los erizos surgían de debajo del seto. Llevaban a sus pequeños de paseo y les enseñaban el mundo. Los lirones trepaban con sus siete hijos por las ramas. Cabeza arriba, cabeza abajo. Arriba y abajo.
“¡Chist! ¡No tan salvajes!”, dijo el manzano. “Hacéis como si estuvierais solos en casa.” Las siete crías de lirón no escuchaban. Seguían haciendo travesuras. Corrían veloces de acá para allá, daban volteretas. “¡Chist! ¡No tanto ruido, lirones!”, dijo el manzano. “Terminaréis despertando a los pájaros.”
Las ciruelas se volvieron azules, las peras amarillas. Las manzanas rojas. “¡Qué bien que todos los jóvenes pájaros puedan volar!”, dijo el manzano.
“¡Pronto algunos tendrán que volar lejos!” “¡Nosotros!”, silbaron los estorninos. “¡Al sur!” “¡Nosotros también!”, trinaron los petirrojos. “Sobre el mar.” “Nosotros volamos la próxima semana!”, silbaron los estorninos. “¡Buen viaje!”, dijo el manzano
Por las noches, ya hacía fresco. Las hojas se volvieron de colores y fueron cayéndose. “¡Tiempo para dormir el invierno!”, dijo el manzano.
Los lirones pasaron sus tupidos rabos por encima de sus cabezas y se hicieron un ovillo.
Los erizos almacenaron follaje y acolcharon sus nidos. Los topos se enterraron más profundamente en la tierra. “¡Buenas noches!”, dijo el manzano.
Comenzó a nevar. El viento de invierno recorría el huerto y arrancaba las últimas hojas. De los arbustos, colgaban carámbanos. “¡Tengo frío!”, se quejó el peral. “¡Frío y soledad!”, se quejó el ciruelo. “¡Frío, soledad y aburrimiento!”, se quejó el cerezo. Sus ramas crujían y suspiraban en el viento.
El manzano no estaba aburrido. Tampoco se sentía solo. Soñaba con nidos de pájaros y huevos moteados. Soñaba con aleteos y gorjeos en sus ramas. Tampoco tenía frío.
En el agujero de su rama, se acurrucaban los lirones. A veces, se movían en sueños. Entonces, le acariciaba una piel caliente.
Entonces, un tupido rabo le hacía cosquillas.
Entonces, el manzano se reía.              
Fin
                                                                                                            Mira Lobe.

Un cuento ecológico


El árbol


Érase una vez un árbol enorme que crecía en una isla muy pequeñita. La historia sucedió en un tiempo muy lejano, en el archipiélago del Japón.
Los japoneses sienten un gran amor y respeto por la Naturaleza y tratan a todos los árboles, flores, arbustos y setos con el mayor de los cuidados y con un cariño constante. Por eso no resulta extraño que el pueblo de esta isla se sintiese tan feliz y orgulloso de poseer un árbol tan alto y tan bello.
En ninguna otra isla, ni aun en las más grandes, existía otro árbol de un tamaño similar. Hasta los viajeros que pasaban por allí decían que nunca habían visto un árbol tan alto, con la copa tan frondosa y bien formada, ni siquiera en Corea ni en la China. Y, en las tardes de Verano, la gente acudía a sentarse bajo la ancha sombra y admiraba el grosor rugoso y bello del tronco, se maravillaba con la suave frescura de la sombra y con el suspirar de la brisa entre el follaje perfumado.
Así fue durante varias generaciones. Pero con el paso del tiempo surgió un problema terrible y, por más que todos meditaran y discutieran, nadie fue capaz de encontrar una buena solución. A lo largo de los años, el árbol había crecido tanto, sus ramas eran tan largas, su follaje tan espeso y su copa tan ancha que de día la mitad de la isla quedaba siempre a la sombra.
De modo que a la mitad de las casas, de las calles, de las huertas y de los jardines nunca les daba el sol. Y, en la mitad umbría, las casas estaban cada vez más húmedas, las calles se habían vuelto tristes, en las huertas ya no crecían las hortalizas, los jardines ya no daban flores.
Y la gente que vivía allí estaba siempre pálida y resfriada. A medida que la sombra del árbol crecía, crecía también la preocupación. La gente se lamentaba:
¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer?
Se decidió por fin que la toda población se reuniese en consejo para estudiar bien el problema y encontrar una solución. Discutieron durante muchos días y, después de escuchar las opiniones de los reunidos, se llegó a la triste conclusión de que era necesario cortar el árbol. Hubo llantos, lamentos, gemidos.
El árbol era bello, antiguo y venerable. Hacerlo desaparecer no sólo entristecía a los habitantes de la isla sino que también les asustaba. Pero no había más remedio y finalmente casi todos aceptaron que había que talarlo. En el lugar en el que antes se erguía el árbol resolvieron plantar un pequeño bosque de cerezos, pues los cerezos nunca crecen demasiado.
Talar el árbol fue difícil y todo el mundo tuvo que ayudar. Pero, una vez cortado, surgió otra dificultad: el árbol ocupaba tanto espacio que la isla se quedó sin sitio para nada más.
Por eso empezaron a trocearlo muy deprisa. Primero cortaron las ramas y su madera se repartió entre todos, para que cada uno pudiese fabricar algo que le recordase a su árbol tan amado. Algunos hicieron pequeñas mesas, otros balcones para sus casas, otros tallaron marcos para los biombos y otros fabricaron cajas, bandejas, cuencos, cucharas, peines y horquillas para adornar el cabello de las mujeres.
Al final quedó sólo el enorme y grueso tronco desnudado, tumbado a través de la isla. Entonces empezaron a llegar viajeros y armadores que querían aquella magnífica madera para fabricar barcos. Pero la población no quiso. Se reunieron todos otra vez en consejo y decretaron:
Los habitantes de esta isla no quieren separarse del árbol que tanta alegría les dio antes de hacerse demasiado grande. Vamos a construir nuestro propio barco.
Y así fue. Cuando acabó la lluvia de Otoño, dejaron secar el tronco durante largos meses y, en cuanto vieron que la madera ya estaba seca, se pusieron manos a la obra. Como son un pueblo muy inteligente, los japoneses trabajan muy bien, muy deprisa y con mucho esmero y son magníficos carpinteros.
Por eso construyeron rápidamente una enorme y preciosa barca, que tallaron y pintaron de muchos colores. Entonces celebraron una gran fiesta y la barca fue lanzada al mar.
Por la noche hubo fuegos artificiales y en todas las calles y plazas se encendieron farolillos de papel, azules, amarillos y rojos. A partir de entonces, la vida del pueblo fue mucho más animada y variada y casi todos se hicieron mucho más ricos. Antes, como la isla era tan pequeña, sus habitantes sólo poseían pequeños barcos de pesca y sólo podían navegar hasta las islas vecinas.
Cuando alguien necesitaba ir más lejos tenía que buscar sitio en algunas de las naves grandes que de vez en cuando pasaban por allí. Ahora todo había cambiado. Gracias a la gran barca navegaban con frecuencia de isla en isla, daban grandes paseos por el mar y hacían magníficos negocios.
A veces, en las noches tranquilas de Verano o de Otoño, algún grupo de personas embarcaba y llegaba hasta alta mar para contemplar la luna llena sobre el agua. O rodeaba la isla junto a la costa, hasta el extremo sur, para admirar desde allí los contornos negros de las rocas recortados sobre la claridad tenue y azulada de la luz de la luna.
Después, en el Invierno siguiente, los isleños comentaban esos paseos, comparaban todo lo que habían visto, discutían cuál había sido la noche más bella, el más bello paisaje. A medida que pasaba el tiempo, los cerezos que habían plantado iban creciendo y poniéndose más bellos.
Por eso la gente de la isla pasó a celebrar todos los años la fiesta de los cerezos en flor. Cuando acababa el Invierno y la Primavera ya se atisbaba todo se llenaba de animación. Los canteros, los toneleros y los carpinteros salían a trabajar al aire libre y se reían y cantaban mientras esculpían, serraban, martillaban. Había gran revuelo y la gente se apresuraba por las calles: corrían a las tiendas de tejidos a comprarse kimonos de Primavera para lucirlos el día en el que pudiesen ir a admirar el primer reventar de las flores.
Y en las calles, en los jardines, en los campos, ya se veían los membrillos, los manzanos y los cerezos cargados de capullos cerrados. En el centro del pueblo aparecía un mono amaestrado, vestido con una chaquetilla azul y acompañado por su dueño. Niños y adultos se arremolinaban para admirar las habilidades del animal.
Los niños se quedaban mudos de asombro cuando aparecía un gran león de papel que venía calle arriba con un andar oscilante, acompañado por dos hombres vestidos con kimonos amarillos. Pasaban por todas las calles y por último se detenían bajo las ramas de los cerezos. Entonces los hombres del kimono amarillo redoblaban los tambores y el león empezaba a bailar.
Y uno de los hombres cantaba: Ya danza el león Bajo el cerezo Al son de los tambores Su baile abre Más pronto las flores Al día siguiente, las pequeñas flores de color rosa estaban totalmente abiertas en las ramas de los cerezos. ** Durante muchos años, la vida en aquella isla transcurría con gran alegría y animación.
Pero, a pesar de ese gozo, de los buenos negocios y de los grandes paseos, todos recordaban con añoranza el viejo árbol.
— ¡Qué alto y hermoso era! — decían.
— ¡Qué perfumada era su sombra!
— ¡Qué dulce y leve era el susurrar de la brisa en sus hojas!
- ¡Qué redonda y bien formada era su copa!
- ¡Qué verdes y bien dibujadas eran sus hojas!
- ¡Qué suave era el frescor bajo sus ramas en las mañanas de Verano!
Y así el árbol seguía vivo en sus palabras y en sus pensamientos.
Los años fueron pasando. Hasta que los marineros y los calafates descubrieron que estaba ocurriendo una enorme desgracia: la madera de la quilla de la gran barca había empezado a pudrirse.
—Ay de nosotros! —Lloraban los habitantes—. No daremos más paseos por el mar en las noches de luna llena, nunca más podremos visitar otras islas, no haremos más negocios.
Pero los comerciantes los tranquilizaron.
—Durante estos años —dijeron— gracias a nuestra gran barca, hemos navegado de isla en isla, de puerto en puerto, comprando y vendiendo, e hicimos negocios tan buenos que obtuvimos mucho dinero. Por eso, como aquí no hay otro árbol tan grande, y los árboles que tenemos ahora nos hacen mucha falta, estamos dispuestos a ir a otras islas a comprar buena madera. Y entre todos podemos construir otra gran barca.
La población aplaudió estas palabras y estuvo de acuerdo con el proyecto. La nueva barca estuvo lista en pocos meses y pudieron volver a navegar. Entonces arrastraron la barca vieja hasta la playa.
El pueblo la rodeó en silencio, sintiendo gran tristeza, y los carpinteros y los calafates la examinaron tabla a tabla. La madera del casco, del combés y de los bancos estaba medio podrida y sólo servía para quemar.
Pero el mástil grande que se obtuvo del tallo del viejo árbol aún estaba sano y bien conservado.
—Con este mástil tenemos que hacer algo que nos recuerde a nuestro antiguo árbol y a nuestra a barca —propuso el jefe de la isla.
Después de mucho pensarlo decidieron hacer una biwa, un laúd japonés de cuatro cuerdas. Cuando la obra estuvo acabada, la población se reunió en la plaza mayor y se sentaron en silencio alrededor del mejor músico de la isla para escuchar el sonido de la biwa.
Pero, apenas los dedos del músico hicieron resonar las cuerdas, del interior de la biwa se alzó una voz que cantó: El árbol antiguo Que cantó en la brisa Se volvió cantiga.
Entonces todos comprendieron que la memoria del árbol jamás se perdería y que nunca dejaría de protegerlos, porque los poemas pasan de generación en generación y son fieles a su pueblo.
Fin